Habiéndose ya traspasado el ecuador del mes de marzo de 2018, resulta inevitable no poder sustraerse al debate que late en la opinión pública acerca de si en nuestro país se está produciendo una involución del derecho a la libertad de expresión. Principió este asunto con la retirada de una polémica obra artística en la feria ARCO, continuó poco tiempo después con el secuestro judicial de un libro-ensayo sobre el narcotráfico gallego y la práctica simultánea condena de un “rapero” como autor de un delito de enaltecimiento del terrorismo por la Audiencia Nacional. La actualidad informativa fue suficiente para que autorizadas voces hiciesen pública su preocupación por la crisis de nuestro sistema de libertades. Pero, hete ahí por donde, este mismo mes se han producido dos hechos de particular relevancia qué, a buen seguro, contradicen los malos augurios sobre la salud de la libertad de expresión en nuestro Estado de derecho. El primero, la sentencia – polémica y discutible, eso sí, pero de obligatorio acatamiento por el estado español- del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, acerca de la quema de fotos del Jefe del Estado español y su consideración como acto de protesta que se sitúa extramuros del derecho penal, y la segunda, la sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo de fecha 26 de febrero de 2018 publicada días más tarde, por la que se revoca la condena a la ciudadana murciana Cassandra Vera, quien durante los años 2013, 2014 y 2015 llegó a publicar en su cuenta de “ Twitter” hasta doce chistes de dudoso gusto, con la finalidad de ridiculizar las circunstancias de la muerte en atentado terrorista del fallecido Almirante Carrero Blanco.
Ambos pronunciamientos, tan cercanos en el tiempo, tienen un nexo en común: el derecho penal no es el adecuado para castigar determinadas conductas, puesto que solo debe reservarse para aquellas de mayor gravedad. De esta manera, la relevancia del razonamiento que conduce al Tribunal Supremo a la absolución de la tuitera es considerar que el atentado terrorista debe ser considerado como un suceso histórico, cuyo comentario en clave de humor negro desprovisto de cualquier afirmación que lo justificase, o incluso incitase a la comisión de nuevos atentados terroristas determinan qué, aun cuando los mensajes de twitter puedan ser reprobables, tanto desde un punto de vista social como incluso moral, esta conducta debe situarse al margen del derecho penal puesto que no es está la reacción adecuada y proporcionada para solventar una situación como la suscitada.
Esta conclusión se apoya en otra consideración extraída de la Sentencia del Tribunal Supremo de fecha 17 de enero de 2017, para la que no todo mensaje inaceptable o que ocasiona el rechazo en una inmensa mayoría de la ciudadanía ha de ser tratado como delictivo por el hecho de no hallar cobertura bajo la libertad de expresión. No es el derecho penal el adecuado para prohibir el odio, ni castigar al ciudadano que odia puesto que ni siquiera podría trazarse una línea convencional entre el discurso del odio y la ética del discurso, como tampoco, digo yo, confundirse la grosería, la chabacanería, el mal gusto con la comisión de alguna infracción penal. La solución parece a priori sencilla: todo es cuestión de equilibrar el derecho a la libertad de expresión con el respeto a la dignidad de las personas, como pilar fundamental de nuestro sistema democrático de convivencia. Si a ello le añadimos alguna dosis de respeto a los demás, a sus valores, creencias, y símbolos, así como un uso responsable de las herramientas de comunicación, quizás podamos avanzar en la construcción de una sociedad más libre y por ello más justa.
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